Introducción por Lyann Leguísamo
Para este momento no es secreto que el Minimax cerrará después de 69 años de servicio. Para la próxima semana nadie escribirá los números de la lotería en el viejo tablero, ni mirará a la gente pasar de El Cangrejo a Obarrio y viceversa.
Hace unos años, cuando gracias a mi amigo Pedro, fui consciente de la fuerza mística que emanaba esa cafetería, una fuerza que parecía estar soportando tranquilamente el peso del tiempo y el espacio. Le encargué a otro amigo, Octavio García Soto, que escribiera un cuento sobre el lugar.
Octavio, era y sigue siendo uno de los mejores escritores que conozco, por esto, y respetando la solemnidad del misterioso Minimax, puse la arriesgada tarea sobre sus hombros. De sus estancias prolongadas en el Minimax, surgió un cuento de ficción, y yo concordé que definitivamente lugares como estos tienen algo que escapa las dimensiones conocidas.
Ahora a tres días del cierre total del Minimax, parece justo y adecuado compartirlo con ustedes, aquí les va, "Minimax" de Octavio García Soto.
"Con tantas cosas que habían cambiado en Panamá, me alivió ver el mismo Minimax bullero de las tres de la tarde. Eran los mismos muros amarillos con sus cuadros de toreros y bailarinas de flamenco. No había cambiado ni la variedad de postres en el stand de la entrada de Via España. Cada uno me remitía a días distintos de mi infancia, a frases distintas de mi papá cuando me llevaba después de que salía de trabajar los sábados. Me tardé eligiendo la comida, suficiente como para que los de la fila murmuraran y la empleada se amargara. Al final me decidí por una chuleta, arroz con guandú y ensalada de repollo, acompañado de una limonada. Me senté en la esquina de las mamparas, donde tenía una visión panorámica del comedor. Las mujeres comían solas en la barra que miraba la 55 este. Las mesas las ocupaban los hombres, ya sea solos, con sus amigos o sus parejas. Todos estaban en ropa de oficina, pantalones de tela gris y camisas beige o que recordaban al beige, mayormente manga corta. Saqué mi cuaderno y rayé unas cuantas ideas para mi novela, pero me distrajo tanto ruido que terminé cerrándolo. Me quedé mirando, tratando de encontrar el origen de la bulla. Las mujeres de la barra comían en silencio y las parejas en las mesas se jorobaban para hablarse en murmullos. Pero más al medio del local, atraídos como átomos en una partícula, un grupo de cómo diez caballeros conversaban a gritos, como si los poseyera la felicidad misma. Nadie más que yo les prestaba atención, como si para el resto fueran un adorno más. Traté de acordarme si en mis tiempos los viejos gritaban tanto.
Estaban divididos en dos mesas pero sentados en un espacio lo suficientemente abierto como para que variaran de conversaciones individuales a una conversación grupal. Aparentaban setenta u ochenta. La tenida de algunos representaba una vejez señorial con sus guayaberas blancas de bordados kuna y bastones tan limados que reflejaban a los clientes de a lado. Los que se sentían (o querían sentirse) jóvenes, usaban polos o camisetas de marca y jeans con roturas claramente de diseño. Muchos llevaban sombreros, ya sea panamá hats o sombreros de tango. Así le añadían un toque de clase a la bulla que parecían llevar desde hace horas, si no hace días.
Hablaban siempre en presente, mencionando nombres que desconocía y otros que me sonaban un poco. Supongo que eran parte de la cotidianeidad panameña. Todo me sonaba a bochinche ya sabido porque ningún otro cliente parecía sorprenderse. Poco a poco me fue extrañando que mezclaban acontecimientos viejos con otros bastante más modernos. La muerte de Torrijos y la santería de Noriega se sucedían pocos segundos después por la cagada que quedó en Bocas del Toro con los trabajadores de la bananera y los antidisturbios, de vuelta a que le encontraron el cuerpo a Hugo Spadafora y aún más atrás el apoyo Fufo al Eje y que el problema en verdad era que nadie lo dejó gobernar, seguido de un salto kilométrico a la tiradera de piedras a la Asamblea cuando a otro loco le picó el culo demoler los parques Urracá y Andrés Bello para hacer ‘malls ecológicos’ y de vuelta a que uno de ellos se encontraba al diputado de la liposucción tomando sólo en un bar a lado de las líneas del ferrocarril. Haciendo todo uso de mi memoria, me percaté de que los caballeros abarcaban temas desde más o menos 1940 hasta 2040. Me interesó tanto su conversación que empecé a garabatear una línea de tiempo en mi cuaderno. Las páginas se me pasaron al igual que las horas. Cayó la noche y ya no había mujeres comiendo en la barra ni parejas hablándose en las mesas. Sólo quedaban los viejos que seguían rememorando a gritos y risas tiempos que capaz que ni habían vivido. Los empleados habían retirado las bandejas de comida y mataban tiempo antes del cierre ya sea tirando cuentos o coqueteándose. Algunos se apoyaban en una pared, mirando a los viejos que ni se percataban de ellos. O al menos eso parecía, porque algunos hacían breve contacto visual y de inmediato volvían a su tertulia, aferrándose a sus bastones o reacomodándose el sombrero. Los empleados empezaron a apagar luces y salir uno por uno. Los viejos no se levantaban. Me levanté cuando el último empleado se acercaba a la puerta. Lo detuve.
-¿Y con ellos? ¿Qué pasa?- pregunté.
Él se encogió los hombros y negó la cabeza con lástima. Ahí me percaté. Salí del Minimax, y crucé Via España, por la entrada de Via Argentina. Todavía no me acostumbro a ver esa calle con rascacielos. Sus corazas plateadas reflejan el resto de la Ciudad de Panamá como un firmamento 3.0. Me volteé a ver el Minimax. Estaba completamente apagado, pero se distinguían las sombras de los viejos moviendo las manos en señal de arduo debate, encerrados en la burbuja de su propio ruido."